Primero te enamoras de la Antártida…

*Ángela Posada-Swafford*

Primero te enamoras de la Antártida. Y después, la Antártida te parte el corazón. Es un viejo dicho entre quienes trabajan en las bases polares. Después de dos largos viajes a este magnífico lugar como periodista científica con la National Science Foundation de Estados Unidos, primero al Polo Sur geográfico y después a la Península Antártica, en 2006 y 2010, creo que entiendo a que se refieren. Estos hielos tienen el poder de obsesionar. Y para cuando uno se da cuenta, ha sucumbido a lo que los primeros exploradores llamaron ‘locura polar’.

Algo bello y agridulce le pasa a uno por dentro después de semanas en ‘El Hielo’. Yo lo he bautizado como el síndrome de los Horizontes Perdidos. Es la pureza del lugar. La inocencia, aún, de sus paisajes, reflejada en los ojos aterciopelados de los pingüinos. Es ese closet allá en el ático, que apenas si nos atrevemos a entreabrir para que no se derramen al suelo las cosas de valor.

Nunca supe qué fue lo primero que me atrajo de ella. Si fue ese nombre, lleno de aliteraciones y sonidos bombásticos, resolutos. ‘Antártida’, ‘an-tar-tica’. O si fueron las fotografías de los témpanos azul cobalto, y verde menta, sus antiquísimas moléculas comprimidas hasta ese punto con la fuerza de los anos y el peso del agua. O quizás fue la santa indignación que sentí cuando descubrí que en el colegio me habían escondido todo un continente. Me lo habían negado como se niegan las lunas menores de Júpiter o los anillos de Urano.

Lo cierto es que después de un tiempo, me juraba a mí misma que podía llegar hasta allá abajo. Había pegado en mi diario de notas una foto del explorador británico Ernesto Shackleton, y de su velero Endurance, atrapado en el hielo como una almendra en una barra de chocolate blanco -exactamente hace cien años este diciembre, y exactamente en las mismas coordenadas de la presente expedición colombiana. La expresión en los ojos del explorador era intensa y a la vez amable, y hablaba en silencio de esos hielos crueles.

Pero sus diarios también describían al detalle el potencial científico de esas aguas polares. Y tal vez fue eso lo que acabó de cautivarme. La Antártida, desde la era heroica de la exploración, ha sido el continente de la ciencia. Un lugar donde se habla mi idioma. Había que ir a ver.

Me tomo ocho años de golpear a las puertas de la NSF en Washington, hasta finalmente convencer a la oficina de asuntos polares que era una buena idea llevar un periodista científico hispano a las antípodas, para reportar sobre las investigaciones apoyadas con dineros públicos.

Y lo que vi, me dejo perpleja. Puesto que este es un mundo tan extremo, las adaptaciones de los animales son una droguería en potencia. Un supermercado de genes y moléculas nuevas. Allá vive un pez que no tiene sangre roja sino una especie de sustancia anticongelante transparente en las venas. Y un invertebrado que tanto lucha contra la radiación ultravioleta creada por el agujero de ozono encima de su cabeza, y se inventó compuestos exquisitamente activos contra el melanoma, la forma más agresiva de cáncer de la piel que existe. Un alga roja es activa contra la influenza, evitando que los virus se les peguen a las células: he aquí un mecanismo que es ni más ni menos que el sueño dorado de los virólogos.

Los descubrimientos se siguen agolpando como copos de nieve en una tarde de invierno.

Pero además, esas visitas me obligaron a confrontar ese elefante blanco, ese gran gorila albino en medio del salón: el cambio climático es real. Lo he visto allí con mis propios ojos. Lo he visto cambiar en tan solo dos viajes a este, el punto del planeta que más rápidamente se está calentando. Si, incluso durante este verano austral, en que la capa de hielo marino es inusualmente más extensa. Eso también significa calentamiento global.

Para finales de este siglo, el hielo anual a lo largo del centro y del norte de la Península Antártica habrá desaparecido. Los bravucones pingüinos Adelia se habrán desvanecido junto con él; el krill será reemplazado por alguna otra cosa; los organismos marinos estarán amenazados por la acidificación del agua. La posibilidad de usar ciertos compuestos hallados dentro de varios organismos, resultado de millones de años de evolución, habrá desaparecido. Habremos perdido los químicos naturales con el potencial de curas contra virus letales, o de reducir una enervante lista de bacterias resistentes a los antibióticos.

Tenemos que ir a ver. Colombia tiene que ir a ver. Explorar. Colaborar. Descubrir. Poner su grano de arena. Ser parte de la comunidad antártica. Es una nueva Expedición Botánica. ¿Y por qué no? Una expedición blanca.

Primero te enamoras de la Antártida. Y después, la Antártida te parte el corazón. El continente es acuciantemente bello y misterioso. Pero también es brutal. E indiferente. Como un asesino a sueldo.

*Corresponsal de la Dirección General Marítima (DIMAR-ARC), y la Armada en la Primera Expedición Antártica Colombiana; en 2006 y 2010 llevó a cabo dos expediciones al Polo Sur Geográfico y la Península Antárticacon la National Science Foundation.

www.angelaposadaswafford.com

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